20/6/10

Furia sobre ruedas



Yo tenía siete años y medio y mi hermano Miguel cinco (más o menos). Ambos habíamos recibido sendas bicicletas por navidad y no cabíamos de felicidad en nosotros mismos, nuestras sonrisas no se iban de nuestras caras y cada cinco segundos volvíamos a mirarlas, extasiados, orgullosos de tener nuestros nuevos vehículos y, por la edad, totalmente inconscientes de que nunca antes habíamos manejado una y que el proceso de aprendizaje sería algo tedioso. Eran nuestras nuevas bicicletas, muy parecidas entre sí, la mía era azul y la de miguel celeste, de marca BMX. “Es una muy buena marca de bicicletas” me decía mi madre, y yo le creía cada palabra mientras me sentaba en mi nuevo juguete, sobre las llantas desinfladas, ansioso por salir a dar la primera vuelta en mi bici. “Tenemos que ir a inflar las llantas primero”, me dijo mi abuelo, y la sola idea de tener que esperar todo el tiempo que tomaría ese proceso me desesperaba, sentía que sería una eternidad, pero no tenía otra opción.


Tras el suplicio de la espera llegó el tan ansiado momento. Subí en mi bicicleta, puse un pie en el pedal mientras mantenía otro en el suelo y tomando un pequeño impulso intente aventurarme hacia la nueva travesía, el camino estaba listo y yo sólo debía recorrerlo en mi imponente (pequeña) bicicleta, el camino estaba listo para mí. Lastimosamente yo no estaba listo para el camino, y tras la segunda pedaleada ya me encontraba en el suelo, tirado de costado, con cara de autogol y con las lágrimas aguantadas por el orgullo, mientras las ruedas de mi bicla seguían girando, como retándome a levantarla y emprender un segundo intento, y lo hice. Después de caerme cinco veces en un mismo día y tener tantos raspones como mi bicicleta volví a mi casa completamente derrotado, sabía que si volvía a intentar manejar ese día no tendría mejor suerte, sería mejor esperar al día siguiente. Al tercer día de intentos ya no me caía de la bicicleta, sino que saltaba de ella cada vez que sentía que perdía el equilibrio, en otras palabras, mi único progreso era que los golpes ya no los recibía yo y mis raspones habían casi todos cicatrizado. Al cuarto día dejé de practicar, estaba harto de perderme valiosas horas de mis dibujos animados por continuas derrotas en la arena (las calles de por mi casa no estaban asfaltadas), así que volví a enfrascarme en mis aletargadas sesiones de
los caballeros del zodiaco, los supercampeones y todo tipo de programas que hicieran más sedentaria mi vida.

Un día, mientras veía cómo las guerreras mágicas se encontraban luchando contra
Zagato para poder salvar a la princesa Esmeralda, mi abuelo se me acercó y se puso entre el televisor y yo, y con una sonrisa de pendejo me dijo: “a que no sabes quién ya aprendió a manejar bicicleta”. Yo, con una mirada de sorpresa, sólo atiné a preguntar estúpidamente: “¿quién? ¿Miguel?”. Por supuesto que era Miguel, mientras yo me la había pasado viendo anime, él había aprendido a manejar, mientras yo me había aburrido de golpearme contra el piso, él había aguantado unos 10 golpes más y ahora, aunque temblequeándose mucho, era capaz de manejar una bicicleta por al menos una cuadra. La piconería que me entró en aquél momento fue irónicamente inspiradora, “¿ese chatito rechonchito con sus piernecitas que con las justas llegan al pedal va a haber aprendido a manejar antes que yo?, ¿acaso estará huevón?”. Inmediatamente tomé mi bicicleta, la recosté sobre una vereda para poder impulsarme con mayor facilidad, y con mayor decisión que nunca me lancé hacia la aventura de aprender a manejar, esta vez sin ninguna vacilación. Lo conseguí, logré pedalear cinco veces seguidas, logré avanzar media cuadra, antes de dar la sexta pedaleada ya estaba nuevamente en el suelo y con nuevos raspones en la cara, pero seguía sonriendo, mi progreso había sido increíble, sí, quizás impulsado por una envidia fraternal, pero lo había conseguido, había empezado a aprender a manejar en serio. Ese día no dejé de practicar, ni el siguiente, ni el siguiente, y en un mes ya hasta pequeñas piruetas hacía, le tomé tal chochería a mi bicicleta, que terminé por desgastarla como pocas cosas he desgastado, estuve a punto de ser atropellado 3 veces, esquivé ataques de globos de agua por carnaval unas 5 veces y recorrí el distrito donde vivía cerca de 10 veces. Me enamoré de mi bicicleta, pero llegó el momento en que estaba demasiado pequeña para mí, o quizás el modelo ya no me gustaba, o simplemente se me pasó la magia, quien sabe.

(…)

A los 11 años mi papá me regaló una bicicleta montañera. La fiebre de mi primera bicicleta era cosa del pasado, había aprendido a manejarla lo suficientemente bien pero ya no era lo mismo, me gustaba la bicicleta BMX pero estaba muy lejos de sentir esa ansiedad, todo quedaba en un bonito recuerdo. Sin embargo, una bicicleta montañera era “otro lote”, era una MON-TA-ÑE-RA, no era Monark ni Goliat, pero “qué chucha”, era una montañera y sólo eso importaba. Me tomó un día recuperar el ritmo, pero una vez que logré manejarla, me mimeticé con ella, sentía que la bicicleta y yo éramos uno solo, que confluíamos en un solo sentimiento, en un solo ser, al mismo estilo de avatar, sólo que sin esas colas peludas y medio eróticas. Mi bicicleta me gustaba tanto que descarté por completo la bicicleta anterior, se la regalé a mi hermano (la mía estaba mejor cuidada que la que él tenía hasta entonces.


Recuerdo que mi madre solía ponerse nerviosa cada vez que salía a dar una vuelta en la bicicleta, a pesar de mis denotados esfuerzos por explicarles que manejaba prudentemente y evitando siempre los peligros. “No pues, ¿acaso crees que no sé?, seguro que te pones a manejar como un loco, vas a hacer que te maten algún día, ¿por qué te quieres igualar a tus amigos?, todos ellos son más grandes que tú, recuerda que te llevan dos o tres años”. [Sí, mis viejos me adelantaron un año en el colegio, y luego contradictoriamente no querían que me integrara a ellos, pero eso es motivo de algún otro post.]


Pero la ilusión de mi montañera no duró mucho. Un día llegué a casa después del colegio y notaba que algo estaba mal, sentía que una parte de mí se había ido, pero no sabía por qué. De pronto sentí deseos de salir a manejar mi bicicleta, pero no la encontraba, no estaba por ningún lado, supuse que mi papá se la había llevado para ahorrarse el pasaje a algún lado -como solía hacerlo-, sin embargo no me sentía del todo convencido con esta especulación. Traté de calmarme, me puse a ver algo de televisión, pero dos horas después no me aguanté la curiosidad y le pregunté a mi madre si sabía dónde estaba mi bicicleta. Sus palabras fueron desconsoladoras: “Se la han robado a tu papá”.

Un sentimiento de escalofrío cruzó por mi cuerpo, sí, mi bicicleta había desaparecido, pero más preocupante que eso, se la habían robado a mi papá, mi mayor miedo en ese momento era que le hubiera pasado algo a mi padre, ¿lo habrían asaltado?, ¿lo habrían rodeado tres o cuatro autos y lo habrían obligado a entregar la bicicleta a cambio de su vida?, ¿algún ladrón lo habría golpeado con un palo para arrojarlo al suelo y una vez allí se había escapado con mi bici?, ¿un grupo de malditos habría esperado que se baje de la bicicleta para intentar quitársela y mi padre habría utilizado sus múltiples llaves de judo para defender mi patrimonio pero finalmente habría perdido porque ellos eran seis y mi papá sólo podía luchar contra cinco?, ¿le habían apuntado con un arma de fuego?. Las posibilidades eran múltiples, la vida de mi padre había estado en peligro y yo todo el día sólo me había preocupado de mi bicicleta, ya no importaba que fuera montañera o no, lo que importaba era saber en qué estado se encontraba mi padre.

Lleno de incertidumbre le pregunté lo más obvio a mi madre:

- ¿Qué pasó?, ¿asaltaron a mi papá?
- No, tu papá está bien no te preocupes.
- ¿Entonces qué pasó? ¿cómo se la robaron?
- Bueno, te voy a contar pero no te vayas a molestar. Lo que pasa es que tu papá fue al mercado en tu bicicleta para comprar una bolsa de azúcar, dejó tu bicicleta amarrada en un poste y fue a comprar el azúcar, pero después de comprarla se olvidó de que había ido en bicicleta y se regresó en taxi colectivo a la casa. Luego, en la casa, cuando se dio cuenta, regresó al mercado pero dice que ya no la encontró donde la había dejado… ¿David?

Mi madre no había terminado de contar la historia y mi cara ya se había congelado. A pesar de eso, pude balbucear algunas palabras para expresar mi sorpresa: “¿CÓMO MIERDA SE VA A OLVIDAR DE MI BICICLETA EN EL MERCADO!!!!!!!!!!!?”.

Me tomó un día asimilar por completo, no la pérdida de mi bicicleta, sino la cojudez con que ésta se había producido.

(…)

Mi papá compró una moto de segunda cuando yo tenía trece años, le significaba cierto ahorro en los pasajes y mayor disponibilidad para movilizarse. Un día mis amigos me dijeron: “¿por qué no le dices que te enseñe a manejar su moto?, así luego te la puede prestar”. La idea me pareció interesante, además la mayoría de mis amigos sabía manejar una así que era hora de ponerme a la par. Cuando le comenté la idea a mi padre, éste no me tomó mucha atención, en algunos días más olvidé el tema y en poco tiempo tuve hacerlo definitivamente, pues su moto pasó a ser piezas de moto, se malogró y en la casa no se volvió a hablar de motos en mucho tiempo.


Muchos años después empecé a trabajar en la UDEP (luego de estudiar en la misma) y así como empecé a ganar dinero, empecé a gastarlo. Uno de los mayores gastos era el de los pasajes, debido a que no vivo precisamente cerca de la universidad. Ante la sugerencia de un amigo: “¿por qué no te compras una moto?, te ahorrarías bastante”, la idea empezó a circular por mi cabeza. Ciertamente, después de comprar una moto a plazos y terminar de pagarla, probablemente el ahorro que me significaría movilizarme en moto sería importante, así que lo empecé a considerar seriamente como una alternativa viable. Pero mis ideas no se quedaron simplemente en pensar en comprar una moto, lo más complicado era saber qué tipo de moto comprarse.


De niño, tras ver películas de acción y motocicletas, solía imaginarme a mí mismo en una de aquellas motos negras, gigantescas, y yo también vestido completamente de negro, con chaqueta negra completamente cerrada, un pantalón negro al cuete, y un casco negro con la pantalla negra también. Pero para movilizarme diariamente a la mi trabajo esa vestimenta no parecía la más adecuada, y una moto de ese tamaño probablemente no me significaría el ahorro que buscaba, en otras palabras, debía buscar el equilibrio entre mi necesidad de movilidad económica y mis deseos de verme bacán, no podía comprarme una Kawasaki pero tampoco quería una scooter, no me podría vestir como un neo dark power ranger, pero tampoco quería verme monse con uno de esos cascos jet que sólo cubren el cráneo.

Después de indagar más o menos por dos semanas, mi supuesto punto de equilibrio lo encontré más o menos cubierto con una modelo de moto que tenía un diseño más o menos vistoso y que era más o menos económica, además de que me costaría más o menos lo que tenía planificado, así más o menos era lo que quería. La idea era que mi padre me enseñaría a manejar la moto, yo aprendería en unas tres semanas (practicando sólo los fines de semana que era cuando tenía tiempo) y luego debería practicar por mi cuenta para ser lo suficientemente bueno para sacar mi licencia. La idea no funcionó.

Mi padre decidió que lo mejor sería que me lleve a la nasa (Universidad Nacional de Piura) y ahí practicaríamos los sábados y domingos en las pistas de la universidad. El primer fin de semana me caí cinco veces y se me apagó la moto cerca de diez, pero sentía que algo estaba aprendiendo. El segundo fin de semana estuve bastante mejor, tanto así que mi padre pensó que estaba bien si a partir de la mitad del camino hacia casa manejaba yo (llevando a mi padre), lo que, como estarán imaginando, fue un grave error de su parte.


Sucedió más o menos así: Erase un día soleado en que yo iba a gran velocidad (a lo que yo podía llamar gran velocidad en mi segunda semana de práctica) por una calle paralela a la avenida principal que lleva hacia mi casa, de modo que en algún punto del camino decidí pasar hacia la avenida, pero no escogí la mejor calle para hacerlo, ya que ésta estaba cubierta en su última parte por una gran cantidad de arena, lo que me obligó a ponerle más potencia a la moto. El problema no fue la arena, sino salir de ella, ya que debido a la potencia que le había puesto la moto salió disparada a gran velocidad (conmigo y mi padre aún sobre ella), lo que sumado a mi nerviosismo hizo que acelere en vez de frenar, y luego de ello presionar el freno de adelante y no el de atrás (lo que habría sido más adecuado); por lo tanto, mi caída (y la de mi padre junto a mí) fue la más estrepitosa que he tenido y tendré en mucho tiempo, el dolor que sentí en mis piernas era bastante jodido, y el raspón que tenía la moto me ponía bastante triste. La primera palabra que le dije a mi padre después de ese golpe fue: “Au”, y él me respondió de una forma notablemente cariñosa, que me hizo entender lo maravillosas que pueden ser las palabras de aliento de un padre: “Tenemos suerte de que no haya pasado un carro, ya carajo, no te ahueves mucho y levántate nomás”. Mi respuesta, muy alturada por cierto, fue: “Viejo, no estoy ahuevado, sino que me duele como mierda, así que no jodas”.

- "Bueno ya, no hay que contarle a tú mamá lo que ha pasado porque ya sabes cómo se preocupa".
- "Pero va a ver el raspón de la moto".
- "Le decimos que así vino".

Afortunadamente mi madre no notó el raspón, y cuando finalmente lo hizo pensó que se lo habíamos hecho en algún otro momento.

Las siguientes semanas tuve mucho trabajo que hacer durante los fines de semana, luego hubo celebraciones, mi papá estuvo ocupado otros cuantos días, y cuando menos lo esperaba estábamos cerca de Navidad. El acercamiento de esa fecha hizo que mi padre me tomara por sorpresa al decirme que era mejor que esperemos a que pasen esas fechas porque de lo contrario algún policía podría detenernos y llevarse la moto.
- “Pero, ¿por qué nos la van a quitar?, si tú me vas a llevar a la nasa y ahí es que vamos a practicar”. - “Pero es que no tenemos licencia, así que el policía nos puede quitar la moto”.

- “Yo no tengo licencia papá, pero tú sí”
- “No, yo no tengo”
- “¿Como así?, eso es imposible, ¿acaso has manejado moto todos estos años sin sacar licencia?”
- “Sí”
- “¿Y por qué no la sacas?”
- “Me olvido”

Y de ese modo mi padre se siguió “olvidando” hasta después de Navidad, en que mi familia viajó a Lima por un mes (otro mes sin poder practicar). Un mes después, cuando finalmente sacó su licencia empecé a saturarme por completo con mi tesis; mi asesor, que no me había asesorado realmente hasta ese momento, decidió “ponerse las pilas”, pues en poco tiempo se marchaba a España, de modo que nuevamente me encontraba sin tiempo. A esas alturas, empecé a pensar seriamente en vender la moto, ya que, por otro lado, tenía planes de irme a Lima en algún momento del año a empezar una nueva vida. Entonces, si tenía planeado irme a Lima en algún momento, la pregunta más obvia es “¡¿para qué mierda compré la moto entonces?!”, y la respuesta es: calculé mal los tiempos. En general, se podría decir que fue una mala compra.


A pesar de todo, en algún momento tuve la idea de, aunque me iba a ir a Lima, debía aprender antes a manejar la moto, salir por últimas veces (luego de haber pasado el estrés de la tesis) e intentar mantener el equilibrio lo suficiente para hacer lo que debiera. Entonces llegaron ellos, los terribles chalecos naranjas, obligatorios para todo aquél que quiera manejar una moto. No sé a quién se le ocurrió la idea del color, y de tener escrito el número de la placa en la parte posterior del chaleco, pero debe de haber sido un tipo superlativamente huachafo, alguien que se inspiró en los trabajadores de construcción civil y en los presos que llevan el número ese en el pecho. Decidí que no aprendería a manejar moto, porque de ningún modo usaría ese chaleco, me parecía groseramente antiestético, y más importante aún, contrastaba por completo con mi sueño de ser el motociclista vestido completamente de negro.


En resumen, es posible que venda mi moto, es posible que no, es posible que me la compre mi papá por una cantidad mucho menor a la que pagué por ella, o quizás me la llevo a lima en algún momento para vestirme de negro y dar vueltas por la cuadra, y luego esconderme cuando llegue el primer policía. Quizás mi futuro (o mi presente), no esté sobre dos ruedas, sino sobre cuatro, pero antes de comprar un carro prometo primero aprender a manejar uno.

2 comentarios:

Zarif dijo...

QUe tales escusas das enserio!! tal vez si le prestas la moto a mike y el comienza a manejar antes que tú la uses!! Me da cólera que nunca vinieras a mi casa para verte manejar perrita!!!

Wences dijo...

Jajaja, estuvo muy buena, más por la idea que me perturbaba de cómo xuxa te compras una moto y no la utilizas, bueno ahora ya sé las razones, vale, mi estimado amix, jaja, pero bueno adelante nomás, aprende a manejar tu moto y luego me la regalas, jaja.